Socotra, la isla de los genios
Algunas noches, cuando el sueño tardaba en acudir, Jordi Esteva giraba la bola del mundo y la detenía con un dedo. Una madrugada, la paró en un punto minúsculo entre África y Arabia: La isla de Socotra…¿Estaría habitada?, ¿qué animales albergaría?, ¿sería desértica o selvática?
El aislamiento de aquella isla del Índico, a doscientos cincuenta kilómetros del Cuerno de África y a casi cuatrocientos de las costas de Arabia, había preservado una flora y fauna singulares, con especies propias de otras eras. Aquel era el lugar donde crecían los árboles del incienso y de la mirra, ofrendados con prodigalidad en los rituales paganos e indispensables en las momificaciones de los antiguos egipcios. En la isla se encontraba el áloe sucotrino, tan apreciado por los griegos para curar las heridas de guerra que, según la leyenda, Alejandro Magno, alentado por Aristóteles, invadió la isla para procurárselo. En Socotra abundaba, además, el árbol de la sangre del dragón, en forma de seta gigante, de savia roja como sangre que utilizaron tanto los gladiadores del Coliseo para embadurnar sus cuerpos, como los lutiers de Cremona para dar la pincelada decisiva a sus Stradivarius. Durante siglos, atraídos por la riqueza de sus resinas olorosas, indios, griegos y árabes del sur, acudieron a Socotra. Tras ellos, los piratas. En Socotra sus habitantes siguen hablando la lengua de la Reina de Saba.
Marco Polo escribió que los pobladores de Socotra eran “los más sabios encantadores y nigromantes que había en el mundo”. Dominaban los vientos y podían cambiarlos a voluntad. En Lamu, durante las fiestas del aniversario del Profeta, adonde acudían gentes de toda la costa del África oriental para honrarle con sus cantos y letanías y repetir al unísono los noventa y nueve nombres de Dios conocidos por los hombres, un viejo marino contó a Jordi Esteva que en Socotra moraba el anja, el ave Roc, el pájaro gigante de Simbad que apresaba a los elefantes y se los llevaba al nido.
Aquel pájaro gigante era el ave Fénix de griegos y romanos; el simurg de los persas. Esa misma ave, aseguraban en las costas del Zufar, cogía a los niños y alimentaba con ellos a sus crías. Pero si uno conocía las palabras mágicas, podía invocar al ave y viajar sobre su lomo a la isla.
El autor inicia una expedición a las montañas del interior, acompañado del nieto del último sultán, derrocado por los comunistas de Adén, el ingenuo y joven Ahmed y varios camelleros. Durante su periplo, alrededor de un fuego, se contarán historias de aves fabulosas, brujas y yins. A medida que asciende hacia los dedos de granito, ocultados siempre por las nubes, Esteva se da cuenta de que el sueño de Socotra quizá sea su último sueño. Un extraño personaje, el hombre del fuego, promete desvelarle el secreto de la montaña.